Por Satyam Jemima
Hay etapas en la vida en las que todo parece desmoronarse: las referencias, los vínculos, las certezas que un día nos dieron sentido. A veces esas crisis llegan después de haber vivido en estructuras que fueron, durante un tiempo, nuestro hogar espiritual, emocional o humano. Lugares donde crecimos, nos entregamos, aprendimos… y que luego se volvieron demasiado pequeños para quien somos ahora.
Pasar por ese tipo de experiencia no es fácil. Implica atravesar duelos profundos, desaprender creencias, y —sobre todo— volver a encontrarse consigo misma después de años de haber estado orientada hacia lo colectivo o hacia una figura de autoridad.
Yo misma viví muchos años en una comunidad de crecimiento personal. Aquello fue, en su momento, un espacio de amor y expansión. Pero también hubo dinámicas de poder y de manipulación emocional que, con el tiempo, me llevaron a salir y empezar de nuevo. Al mirar atrás, comprendo que en aquel entorno repetía algo antiguo: patrones familiares, modos de vincularme, lealtades invisibles.
Salir fue solo el comienzo. Después vino lo más profundo: el proceso de reconstrucción.
Reaprender a confiar en mi propia percepción.
Diferenciar la voz interna de la voz del grupo.
Reconocer mis heridas sin convertirlas en identidad.
A lo largo de los años he acompañado a muchas personas en tránsitos parecidos. Y he visto una y otra vez que estos procesos tienen un ritmo natural, una especie de sabiduría orgánica:
• Primero llega la descompresión y el duelo: soltar, sobrevivir, llorar lo perdido.
• Luego, la integración: revisar creencias, sanar vínculos, reorientar el propósito.
• Finalmente, la reemergencia: una nueva claridad, una identidad más libre, una presencia más auténtica.
No se trata de “rehacer la vida” como si nada hubiera pasado, sino de renacer con lo aprendido.
De transformar la herida en comprensión, la pérdida en libertad, el desconcierto en una nueva forma de presencia.
A veces, desde ciertos discursos espirituales, se dice que “somos 100 % responsables” y que “los otros solo hicieron lo que pudieron”. Pero cuando ha habido abuso o coacción, esa idea puede resultar cruel.
Responsabilidad no significa culpa: significa tomar conciencia de la parte que nos corresponde, sin negar el daño ni idealizarlo.
Significa mirar todo el entramado —lo que hicieron los otros, lo que yo no pude ver, lo que ahora puedo elegir— con lucidez y con amor.
Cada proceso de salida y reconfiguración es único. Pero todos comparten algo esencial:
El alma, cuando se libera de estructuras que ya no la sostienen, atraviesa un tiempo de vacío fértil.
Un tiempo donde parece que nada encaja, pero en realidad todo se está reorganizando desde dentro.
Hoy, después de años de búsqueda y transformación, puedo decir que ese tránsito me ha devuelto algo irrenunciable: la autoridad interior.
La confianza en mi propia experiencia.
Y la certeza de que siempre hay un camino de regreso a uno mismo.
La sanación no es volver a ser quien eras.
Es convertirte en quien realmente eres, después de haberte perdido.
